Pocas veces en la vida de un país ocurren tantas cosas en una misma semana: acontecimientos políticos, remembranzas, testimonios dolorosos, emociones y llantos, que de una u otra manera zarandearon hasta las fibras más insensibles de todos los colombianos.

A las cuatro de la tarde del domingo 19 de junio se cerraron las votaciones. Unos minutos después los tres primeros boletines de la Registraduría anunciaban que el ingeniero Hernández tomaba la delantera. Entonces, la tristeza y la rabia se apoderaron de los menos estoicos del Pacto Histórico. Minutos después la tendencia cambió y la celebración comenzó, no solo en las calles de la más petrista de todas las ciudades, Bogotá, sino en los rincones más lejanos y olvidados de Colombia.

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En el Movistar Arenas, los más íntimos de Petro, se apretujaban, se abrazaban, se besaban y lloraban de alegría. En las calles de Colombia el pueblo hacía su propio carnaval. A las ocho de la noche subió Petro a la tribuna y dijo: «El cambio consiste es dejar los odios y el sectarismo atrás». «No vamos a utilizar el poder para destruir al oponente». «Buscaremos un gran acuerdo nacional para construir la paz». «Vamos a desarrollar el capitalismo no porque lo adoremos, sino porque tenemos que superar la premodernidad, el feudalismo». En esas cuatro frases está todo.

Solo unas horas después del discurso de Petro, el lunes, el subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental de Estados Unidos, Brian Nichols llamó al presidente electo para hablar, entre otros temas, de la «lucha contra los narcóticos». Como si el discurso de Petro hubiera sacudido las neuronas del mundo, el martes fue el monarca mismo, Biden, quien lo llamó para decirle que deseaba que las dos naciones tuvieran una relación «más igualitaria».

El mismo miércoles Cesar Gaviria anunció que la bancada liberal haría coalición con el Pacto Histórico. Este hecho me llegó al alma: por fin, después de cuarenta y seis años de haber escrito Carta sin sobre a liberales de izquierda (1976), mis sueños se hacían  realidad. En ese escrito le pedía al ala progresista del liberalismo separarse del oficialismo y formar un frente amplio con los sectores socialistas —esos sí, de verdad—. Los tiempos de hoy son más borrascosos y las ideologías más conservaduristas, pero mi alegato político llegó a buen puerto, con casi medio siglo de retraso.

Mientras eso sucedía en el vértice de la política de Colombia y de Estados Unidos, en la Biblioteca Virgilio Barco de Bogotá, se vivían los más desgarradores testimonios sobre la degradación de una guerra inconclusa, que el Estado le declaró al pueblo en 1946. En efecto, la cúpula de las extintas Farc, con voces entrecortadas reconocía ante la JEP, el crimen del secuestro, al tiempo que sus víctimas con rabia, dolor y lágrimas exhibían las cadenas, con las que habían sido amordazadas en su cautiverio.

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El jueves, el presidente Duque, rígido pero no agresivo, a menos de un metro de distancia hablaba civilizadamente con el sonriente y distensionado Petro. En esa escena Duque no parecía ser el mismo que, de manera cínica, se convirtió en gerente, tesorero y jefe de debate de los rivales de Petro. Ese mismo día el presidente electo designó la comisión de empalme y le dio el respaldo a Roy Barreras para ser presidente del Senado, dejando frustrados a Gustavo Bolívar, Clara López, María José Pizarro y Alexander López, quienes también aspiraban a esa dignidad.

El viernes Petro puso sobre la mesa la más noble de sus cartas. Con la generosidad y la sencillez de Sócrates invitó al hombre que más daño le ha causado a Colombia durante los últimos cuarenta años, el mismo que en el Senado le gritó tres veces «sicario…sicario…sicario», a dialogar. Uribe, el soberbio, el que rechazó a Santos, aceptó la invitación de Petro.

Tan pronto se conoció esa noticia empezaron a llegar a mi celular mensajes como este: «Profesor, sumercé que es nuestro puente más cercano con el presidente Petro, dígale que convenza a Uribe para que reconozca, al menos los 6.402 falsos positivos, se entregue a la JEP y diga la verdad».

Finalmente, el presidente electo cerró la semana, el sábado en la mañana, con un trino, que señala lo que será la columna vertebral de su política exterior. Lo hizo al escoger a Álvaro Leiva Durán como ministro de Relaciones Exteriores, asignándole dos ejes temáticos en su misión: lograr la paz y esforzarse en superar la crisis climática, en el marco de un apoyo recíproco con el mundo.