Pese a la acción depredadora del hombre, todavía se conservan muchas cosas bellas en el mundo. Google y aún las enciclopedias impresas  registran algunas de esas cosas bonitas. A la mayoría las podemos apreciar con nuestros sentidos y  cada cual las puede evocar a su manera. Las Pirámides de Egipto y las  seis maravillas más, los Alpes cubiertos de nieve en primavera, las Cataratas del Niágara y las de Iguazú, el Parque Central de Nueva York, un espectáculo en el cabaret Moulin Rouge de París o una cena a orillas del Danubio. En nuestro país aún nos quedan hermosos paisajes con sus ríos, sus montañas, sus páramos de frailejones y lagunas, sus profundos cañones, la alfombra verde de la selva amazónica, los carnavales, las competencias deportivas, los festivales de música, el desfile de Silleteros y el piafar vencedor de los caballos de El Ubérrimo.

El jueves 11 de enero de este año visité mi pueblo, Carmen de Carupa, para escuchar las opiniones de sus habitantes, en relación con la educación, la salud, el trabajo y los servicios públicos.

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Claro que hay cosas más elementales, baratas y humanas de singular perfección en cualquier lugar del planeta: la intensidad azul del cielo en una noche de luna llena y de estrellas titilantes, la tierna sonrisa de un niño que a los once meses quiere dar sus primeros pasos y articular sus primeras palabras, el abuelo venerable que  juega con su nieto y mil y un pasajes más de la vida cotidiana de la gente simple.

No obstante las infinitas expresiones de belleza, así como deviene el mundo, tanto en la normalidad como en excepción, no está bien. En la normalidad una exigua minoría ha hecho del mundo  un drama. Terratenientes, industriales, transnacionales del comercio, las finanzas y las comunicaciones son los dueños del mundo y ponen y quitan gobernantes, reyes, legisladores, magistrados y generales a su antojo. Todos juntos —dueños  y títeres—  han hecho del mundo una obra de teatro superior a las escritas por el más grande dramaturgo de todos los tiempos: Shakespeare. Han convertido a 7.700 millones de personas en simples espectadores, y nos hacen reír o llorar según el género que nos presenten: comedia o tragedia. Se hallan absortos en el apasionante encanto de su vida, que es la de príncipes. Y en medio de esa felicidad tan perfecta todos se hallan ensimismados en sus escenarios, y mediante sus grandes cadenas de comunicaciones, nos mantienen ciegos, sordos e hipnotizados, para vendernos su mundo. Pero desde hace siglos la inmensa mayoría de la población mundial está llorando de hambre, miseria y exclusión. Sin embargo, aún así, a veces nos hacen reír  las bufonadas de directores y actores.

Ese drama de la normalidad comenzó hace unos 5.500 años, es decir, tan pronto una jefatura política trascendió al primer Estado en el país del Sumer, al sur de lo que hoy es Irán e Irak. Entonces, esa exigua minoría gritó a una sola voz: «¡El Estado es el negocio, socio!», y agarró en sus manos el más eficiente y eficaz aparato de poder y dominación, sin que jamás lo haya soltado. Contra ese injusto drama se han levantado hombres, mujeres y pueblos enteros: en ocasiones con sus herramientas y armas, casi siempre con el poder de la palabra. Jesús, entre ellos. Pero mucho tiempo antes, lo habían hecho los esclavos egipcios (2200 a. de nuestra era), Hesíodo, Sócrates, Platón y Espartaco. Y después, Paine, Marx, Lenin, Gandhi, Primo Levi, Saramago y todos los intelectuales y artistas, salvo los pocos  fletados a  los regímenes de todos los tiempos y meridianos.

Pero luego vino lo anormal: el 31 de diciembre de 2019, fue declarado oficialmente en Wuhan-China el coronavirus de esa calenda —Covid-19—. Y, como un jinete del apocalipsis se fue extendiendo por el mundo, y además de matar a los más pobres, exacerbó los pecados capitales de los grandes bandidos que gobiernan el mundo de hoy. A los siete pecados capitales de la Biblia —soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza—, añadieron catorce más: pobreza, hambre, enfermedades, desempleo, anarquía de la gran ciudad y la soledad del hombre, violación de los derechos humanos, destrucción del ambiente, burocracia, guerra, abuso de publicidad, corrupción, pérdida de soberanía,  cooptación del Estado por las mafias y el abuso del lenguaje.

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Colombia no se escapa de ese drama, ni en la normalidad ni en la excepción. Somos parte de él. Estamos en un retazo de su geografía  y  por gobernante tenemos un tirano, que además de serlo, es el más fiel y obsecuente títere del más grande payaso y mentiroso del planeta. Como si eso no bastara, arrastramos una guerra que comenzó en 1946: las matanzas de campesinos y líderes liberales de esos años, hoy se repiten como calcadas, con líderes sociales, defensores de derechos humanos y reclamantes de las tierrras usurpadas.

¿Qué hacer? Cambiar el mundo y el país. Son, la pregunta y la respuesta que nos hacen los pensadores. En medio de ese drama, aquí y ahora hay mucho por hacer: disentir —es lo menos—, reflexionar, dialogar, protestar en la calle,  hablar con todas las fuerzas de nuestro ser y los dictados de nuestra conciencia, aunque en la dirección del drama no tengamos interlocutor y la bala y el puñal se encuentren al asecho. Que la actitud de Galileo nos sirva de fortaleza, en estos días ominosos. De rodillas ante la Inquisición,  debió abjurar  de sus ideas acerca del movimiento  de la Tierra. Pero una vez de pie, en voz baja dijo: «Y sin embargo se mueve».